
Hace muchos años que conozco los Table Dance. Viví por mucho tiempo en una colonia donde estaba rodeado por cantinas, casas de citas y Table Dance. Por eso cuando conocí este libro y leí la nota en el periódico no dudé en postearla aquí en la perfecta nada para rendir un sencillo y humilde tributo a esas maravillosas mujeres que toman la vida no por los cuernos sino por el tubo, por la pista, por la canción “lenta” para arrojarnos todos los velos y quedarse con lo más privado de su ser: su verdadero nombre y su corazón.
Anexo nota del día martes 27 de enero de La Jornada y un párrafo del libro:
Anexo nota del día martes 27 de enero de La Jornada y un párrafo del libro:
Gabriela Granados, por necesidad y curiosidad profesional, fue teibolera y escribió un libro
“Las chicas del table tienen un desprecio cabrón por sus clientes”
■ No me arrepiento, pero no regresaría; aprendí, crecí, conocí, desmitifiqué, encontré nuevas dimensiones de la sexualidad, pagué mis deudas y, al final, me volví más humana, dice la periodista.
Arturo García Hernández
Tamara es el nombre que usa como bailarina de table dance. En su blog se hace llamar Susana. Su nombre real es Gabriela Granados, periodista especializada en temas de sexualidad y erotismo, autora del libro de reciente publicación Susana, memorias del table dance, en el que da cuenta de sus experiencias como teibolera, trabajo que desempeñó por necesidad económica, por curiosidad profesional y por dar cauce a su faceta de bailarina. Digamos que se juntaron las ganas de comer, el hambre y la gula.
Como quiera que se vea, fue un acto de valentía y el resultado es un testimonio desde dentro, sin precedente en México, de un mundo tan mitificado como incomprendido. Así como Günter Wallraff realizó una investigación encubierta para escribir Cabeza de turco –guardada toda proporción–, Granados renunció a su fuero de reportera y se aventó sin salvavidas a los bajos fondos. En igualdad de circunstancias que sus compañeras de trabajo.
Todo eso está en Susana, memorias del table dance, publicado por Editorial Grijalbo. Escribe la autora: “Es una historia sobre las siempre inciertas condiciones de trabajo y de los constantes riesgos que corre la integridad física y emocional, pero también es una historia sobre la valentía, la amistad, el amor, los errores humanos y la búsqueda de placer, validación personal y autoestima (...) No es mi intención escribir un libro de denuncia, sino una crónica desde lo humano, sin prejuicios y con la verdad, desde el corazón”.
Por su interés en cuestiones de sexualidad y erotismo, cuenta Gabriela Granados en entrevista, conocía mujeres que se ganaban la vida en los table. Le daba curiosidad ese mundo.
Cómo cubrir crecientes deudas
Cuando su salario de periodista no le alcanzó para cubrir sus crecientes deudas, se preguntó qué podía hacer alguien para resolver un problema económico en un corto plazo: “¿Transportar droga? ¿Vender un riñón? Eran opciones muy feas, así que opté por el table; la verdad pensé que era fácil. Cuán errada estaba”.
La primera dificultad fue entrar: “es un medio muy cerrado y sin un contacto no entras”. La segunda fue vencer el miedo de la primera vez: “Era el miedo a lo que podía suceder a la hora de subir a la pista o de entrar a un privado. Una vez había ido con mi novio a un table y nos metimos a un privado. De pronto ya tenía a una chica besándome los senos. Fue algo muy loco y muy feo. Ésa era mi única experiencia”.
Después de tres meses intentándolo, por fin entró. Llegó el día de su debut. A un lado de la pista, temblorosa y sintiendo que se ahogaba, esperaba turno. Un par de tragos entre pecho y espalda y el recuerdo de sus deudas le dieron valor. Se oyó una voz desde la cabina del diyéi:
–¡Tercera llamada, tercera! Con ustedes, la inigualable... ¡Tamara!
No había camino de regreso. Y durante nueves meses, con algunos paréntesis, ése fue el trabajo de la periodista Gabriela Granados: bailar, beber y desnudarse en la pista.
Conoció ese mundo: vio y escuchó. Sintió y lloró. Rio y se divirtió. Llegó a disfrutar de las miradas embobadas de los hombres que la veían bailar y padeció la humillación de trabajar sin que le pagaran. Se refugió en el alcohol para aguantar. Quiso ser una teibolera buena onda y aprendió que para sobrevivir en ese mundo hay que ser “una cabrona”.
Al principio pensaba: “Bueno, si ya me metí en esto y mi trabajo es vender compañía y bailar, pues que sea compañía de calidad y devolverle al cliente una conversación que le resulte interesante, y si me va a pagar para que le baile en privado, pues por lo menos le voy a bailar chido, para que le guste. Porque yo sí me sentía bailarina y quería sentirme bailarina.
“Además mi interés no era sólo económico, sino que quería saber cómo se vivía atrás del escenario, de qué se hablaba en los camerinos, qué platicaban los clientes, por qué habían llegado ahí las chicas, cuáles eran los códigos estéticos y eróticos.”
Pronto se dio cuenta de la magnitud de su ingenuidad.
Llevados por distintos motivos
Los hombres acuden a esos lugares por diferentes motivos: “Están los que van en palomilla porque van a celebrar algo, la firma de un contrato o la fiesta del lugar donde trabajan; están los solitarios, que son los que platican cosas más significativas y duras y locas; puede que acudan regularmente o que vayan eventualmente por alguna circunstancia, van buscando aprecio o que una mujer hermosa les diga que son guapos o simplemente que alguien les preste atención.
“Y están los que van a presumir su dinero, y mostrar que pueden darse el lujo de gastar y gastar y gastar y qué mejor si es con una chica superguapa.”
En su mayoría “a las chicas les vale madre lo que el cliente diga; fingen escucharlo, pero lo único que les interesa es ganar dinero, como sea; tienen un desprecio cabrón por los hombres que van a un table, por motivos justificados”.
Sin embargo, sostiene Gabriela Granados, unas y otros tienen algo común: “En el fondo buscan lo que todos buscamos: algo de aprecio, afecto, reconocimiento y pasarla bien un rato. Recuerdo con mucha claridad la grata sensación de estar en una pista, metro y medio por encima de una treintena de hombres babeando enloquecidos a mis pies y diciéndome piropos. Eso se siente bonito y fue muy divertido. A unas les encanta eso, sentirse admiradas, aunque hay otras que se aguantan porque se gana buena lana, sueñan con trabajar determinado número de años, ahorrar, poner un negocio y adiós. Aunque en el camino muchas terminan perdidas en la adicción al alcohol o a la droga; se usa mucho la cocaína”.
Es duro “física y emocionalmente”. En los privados “la mayoría de los clientes lo que quieren es manosearte todo el tiempo y meterte el dedo o comprarte sexo oral por abajo del agua. Hay que ser muy hábil para contenerlos”.
Por otra parte, está la presión de la cirugía plástica: “lo que más se cotiza son los cuerpos construidos en el quirófano; los gerentes o dueños de los lugares siempre están friega y jode con que te operes, o por lo menos se espera que lo hagas, más temprano que tarde. Y es que el dinero que ganan las chavas que se operan es mayor. No me operé, pero fue una presión muy difícil de aguantar. Si me hubiera operado hubiera sacado mucho más”.
Otras situaciones humillantes estaban relacionadas con el pago: “Por ejemplo, podía tener un acuerdo para un trabajo de 900 pesos por noche, y llegar al lugar, a 400 kilómetros de la ciudad de México, y que me dijeran que me iban a pagar 600, ‘si quieres’. ¿Qué hacía? Si en una fábrica tratan a un obrero como pieza de una maquinaria, pues en un table dance es peor, porque se trata de una maquinaria de mala moral. Hay sus excepciones, gente muy decente, muy legal, muy derecha, pero en general los administradores de esos negocios te ven con mucho desprecio, a pesar de que las chicas le dan de comer a todo el mundo: al taxista, al mesero, al diyéi, a los dueños, etcétera. ¿Qué harían sin las chicas?”
A fin de cuentas “no es mi intención poner el dedo en la llaga social y esperar que las autoridades vayan y clausuren, porque los table dance son una fuente de trabajo.
“Y es que también desmitifiqué la idea de que las chicas son víctimas. No estoy hablando, por supuesto, de las chicas que llegan engañadas o por la fuerza, sino de las que son unas cabronas y tienen que serlo, porque es la única manera de sobrevivir, porque tienen que aprender a negociar con los dueños, a manipular a los clientes, a ocultar su doble vida a la familia.
–¿Qué aprendiste de ti en todo eso?
–Que era más valiente de lo que pensaba. A veces me lo tengo que recordar: me atreví y sobreviví.
–¿Te arrepientes? ¿Regresarías?
–No me arrepiento, pero no regresaría, ya tuve suficiente; sin embargo aprendí, crecí, conocí, desmitifiqué, encontré nuevas dimensiones de la sexualidad, del erotismo, pagué mis deudas y al final me volví más humana। Por eso no me arrepiento.
Tamara es el nombre que usa como bailarina de table dance. En su blog se hace llamar Susana. Su nombre real es Gabriela Granados, periodista especializada en temas de sexualidad y erotismo, autora del libro de reciente publicación Susana, memorias del table dance, en el que da cuenta de sus experiencias como teibolera, trabajo que desempeñó por necesidad económica, por curiosidad profesional y por dar cauce a su faceta de bailarina. Digamos que se juntaron las ganas de comer, el hambre y la gula.
Como quiera que se vea, fue un acto de valentía y el resultado es un testimonio desde dentro, sin precedente en México, de un mundo tan mitificado como incomprendido. Así como Günter Wallraff realizó una investigación encubierta para escribir Cabeza de turco –guardada toda proporción–, Granados renunció a su fuero de reportera y se aventó sin salvavidas a los bajos fondos. En igualdad de circunstancias que sus compañeras de trabajo.
Todo eso está en Susana, memorias del table dance, publicado por Editorial Grijalbo. Escribe la autora: “Es una historia sobre las siempre inciertas condiciones de trabajo y de los constantes riesgos que corre la integridad física y emocional, pero también es una historia sobre la valentía, la amistad, el amor, los errores humanos y la búsqueda de placer, validación personal y autoestima (...) No es mi intención escribir un libro de denuncia, sino una crónica desde lo humano, sin prejuicios y con la verdad, desde el corazón”.
Por su interés en cuestiones de sexualidad y erotismo, cuenta Gabriela Granados en entrevista, conocía mujeres que se ganaban la vida en los table. Le daba curiosidad ese mundo.
Cómo cubrir crecientes deudas
Cuando su salario de periodista no le alcanzó para cubrir sus crecientes deudas, se preguntó qué podía hacer alguien para resolver un problema económico en un corto plazo: “¿Transportar droga? ¿Vender un riñón? Eran opciones muy feas, así que opté por el table; la verdad pensé que era fácil. Cuán errada estaba”.
La primera dificultad fue entrar: “es un medio muy cerrado y sin un contacto no entras”. La segunda fue vencer el miedo de la primera vez: “Era el miedo a lo que podía suceder a la hora de subir a la pista o de entrar a un privado. Una vez había ido con mi novio a un table y nos metimos a un privado. De pronto ya tenía a una chica besándome los senos. Fue algo muy loco y muy feo. Ésa era mi única experiencia”.
Después de tres meses intentándolo, por fin entró. Llegó el día de su debut. A un lado de la pista, temblorosa y sintiendo que se ahogaba, esperaba turno. Un par de tragos entre pecho y espalda y el recuerdo de sus deudas le dieron valor. Se oyó una voz desde la cabina del diyéi:
–¡Tercera llamada, tercera! Con ustedes, la inigualable... ¡Tamara!
No había camino de regreso. Y durante nueves meses, con algunos paréntesis, ése fue el trabajo de la periodista Gabriela Granados: bailar, beber y desnudarse en la pista.
Conoció ese mundo: vio y escuchó. Sintió y lloró. Rio y se divirtió. Llegó a disfrutar de las miradas embobadas de los hombres que la veían bailar y padeció la humillación de trabajar sin que le pagaran. Se refugió en el alcohol para aguantar. Quiso ser una teibolera buena onda y aprendió que para sobrevivir en ese mundo hay que ser “una cabrona”.
Al principio pensaba: “Bueno, si ya me metí en esto y mi trabajo es vender compañía y bailar, pues que sea compañía de calidad y devolverle al cliente una conversación que le resulte interesante, y si me va a pagar para que le baile en privado, pues por lo menos le voy a bailar chido, para que le guste. Porque yo sí me sentía bailarina y quería sentirme bailarina.
“Además mi interés no era sólo económico, sino que quería saber cómo se vivía atrás del escenario, de qué se hablaba en los camerinos, qué platicaban los clientes, por qué habían llegado ahí las chicas, cuáles eran los códigos estéticos y eróticos.”
Pronto se dio cuenta de la magnitud de su ingenuidad.
Llevados por distintos motivos
Los hombres acuden a esos lugares por diferentes motivos: “Están los que van en palomilla porque van a celebrar algo, la firma de un contrato o la fiesta del lugar donde trabajan; están los solitarios, que son los que platican cosas más significativas y duras y locas; puede que acudan regularmente o que vayan eventualmente por alguna circunstancia, van buscando aprecio o que una mujer hermosa les diga que son guapos o simplemente que alguien les preste atención.
“Y están los que van a presumir su dinero, y mostrar que pueden darse el lujo de gastar y gastar y gastar y qué mejor si es con una chica superguapa.”
En su mayoría “a las chicas les vale madre lo que el cliente diga; fingen escucharlo, pero lo único que les interesa es ganar dinero, como sea; tienen un desprecio cabrón por los hombres que van a un table, por motivos justificados”.
Sin embargo, sostiene Gabriela Granados, unas y otros tienen algo común: “En el fondo buscan lo que todos buscamos: algo de aprecio, afecto, reconocimiento y pasarla bien un rato. Recuerdo con mucha claridad la grata sensación de estar en una pista, metro y medio por encima de una treintena de hombres babeando enloquecidos a mis pies y diciéndome piropos. Eso se siente bonito y fue muy divertido. A unas les encanta eso, sentirse admiradas, aunque hay otras que se aguantan porque se gana buena lana, sueñan con trabajar determinado número de años, ahorrar, poner un negocio y adiós. Aunque en el camino muchas terminan perdidas en la adicción al alcohol o a la droga; se usa mucho la cocaína”.
Es duro “física y emocionalmente”. En los privados “la mayoría de los clientes lo que quieren es manosearte todo el tiempo y meterte el dedo o comprarte sexo oral por abajo del agua. Hay que ser muy hábil para contenerlos”.
Por otra parte, está la presión de la cirugía plástica: “lo que más se cotiza son los cuerpos construidos en el quirófano; los gerentes o dueños de los lugares siempre están friega y jode con que te operes, o por lo menos se espera que lo hagas, más temprano que tarde. Y es que el dinero que ganan las chavas que se operan es mayor. No me operé, pero fue una presión muy difícil de aguantar. Si me hubiera operado hubiera sacado mucho más”.
Otras situaciones humillantes estaban relacionadas con el pago: “Por ejemplo, podía tener un acuerdo para un trabajo de 900 pesos por noche, y llegar al lugar, a 400 kilómetros de la ciudad de México, y que me dijeran que me iban a pagar 600, ‘si quieres’. ¿Qué hacía? Si en una fábrica tratan a un obrero como pieza de una maquinaria, pues en un table dance es peor, porque se trata de una maquinaria de mala moral. Hay sus excepciones, gente muy decente, muy legal, muy derecha, pero en general los administradores de esos negocios te ven con mucho desprecio, a pesar de que las chicas le dan de comer a todo el mundo: al taxista, al mesero, al diyéi, a los dueños, etcétera. ¿Qué harían sin las chicas?”
A fin de cuentas “no es mi intención poner el dedo en la llaga social y esperar que las autoridades vayan y clausuren, porque los table dance son una fuente de trabajo.
“Y es que también desmitifiqué la idea de que las chicas son víctimas. No estoy hablando, por supuesto, de las chicas que llegan engañadas o por la fuerza, sino de las que son unas cabronas y tienen que serlo, porque es la única manera de sobrevivir, porque tienen que aprender a negociar con los dueños, a manipular a los clientes, a ocultar su doble vida a la familia.
–¿Qué aprendiste de ti en todo eso?
–Que era más valiente de lo que pensaba. A veces me lo tengo que recordar: me atreví y sobreviví.
–¿Te arrepientes? ¿Regresarías?
–No me arrepiento, pero no regresaría, ya tuve suficiente; sin embargo aprendí, crecí, conocí, desmitifiqué, encontré nuevas dimensiones de la sexualidad, del erotismo, pagué mis deudas y al final me volví más humana। Por eso no me arrepiento.
Susana, memorias del table dance
Vamos en una cómoda camioneta van color beige, con asientos de piel y vidrios polarizados। Somos cinco chicas con tenis y chamarras o camisetitas de colores pastel; una señora joven y guapa vestida en café, frente a mí, en el asiento del copiloto; otra mayor en el asiento de atrás, junto a las maletas, y el chofer. Son las seis de la tarde y una luz dorada inunda el interior de nuestro transporte cuando salimos de la Zona Rosa, sobre Avenida Reforma. La mujer que va al frente es la señora Rosario, nuestra coordinadora. Usa gafas oscuras, tiene una libreta tamaño profesional en su bolsa de mano —que lleva sobre las piernas—, donde metió el papelito que me dieron a nombre de Representaciones Estelares: Edecanes y Modelos. Platica con el chofer acerca de alguien más: —Y entonces la Samantha que le contesta a la Yadira: “¡Ándate con cuidadito reinita, no me andes puteando de este lado!”. Y yo que le digo: “¿Y tú qué eres, mamacita?”. Ambos se ríen, pero las chicas que vienen en los asientos de atrás no escuchan nada: están ensimismadas con las orejas conectadas a sus respectivos reproductores portátiles de música y en ocasiones hablan entre sí: —¡Órale Maya! ¿Qué te pasó? —pregunta una nena de menos de 20 años a la chica que está junto a mí, y señala una marca oscura en el brazo derecho, medio verdosa, justo abajito del hombro, como de siete centímetros de ancho. —Nada, mana. ¡Un puto cliente me mordió! Yo quisiera no haber escuchado nada, pero la chica que viene más atrás pregunta detalles y obtiene respuesta: —Es que no me dejé meter el dedo en el privado y ¡el pendejo que me muerde! Algo escuché, sí, no cabe duda. Pero espero haber escuchado mal. —Sí, güey, que le pongo un chingadazo al pinche piojo y que le grito al de seguridad. ¡Pero ya me había puesto en la madre! ¿Eh? ¡No!, pienso: ¡No puede ser! Esto no es cierto. —¿Y luego, manita? ¿Qué le hicieron al cliente? —pregunta la curiosa. —¡Pues nada! Lo sacaron y ya —dice la poseedora del moretón. Una tercera chica, que lleva un pañuelo envolviéndole el cabello, opina a su vez: —¡Ah, no! Si a mí me van a meter el dedo, por lo menos que me paguen una buena propina. Digo, para que me alcance para el ginecólogo, ¡porque luego te andan pegando unas infecciones! —dice riéndose estruendosamente. Pues no, reflexiono desde la irrealidad: de eso no me hablaron. Según recuerdo, ayer que por fin conocí a la que será mi representante me dijo que fuera al mercado de Granaditas a comprarme unos zapatos de plataforma, transparentes, para que combinen con todos los vestuarios, ya que no ando muy bien de lana. Que cada variedad consta de dos canciones, una “rápida” para bailar y otra “lenta” para el desnudo. Cuando me vio de perfil metiendo la panza y la nalga —como me enseñaron en mis tempranas clases de ballet—, la señora Raquel también me dijo que les preguntara a las chicas acerca de las inyecciones “para que te veas más pompudita”, y me aseguró que “todas saben quién lo hace”. ¡Pero no me dijo nada de mordidas ni de metidas de dedo!
Gabriela Granados